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Absolutismo es la denominación de un régimen político, una parte de un periodo histórico, una ideología y un sistema político (el 'estado absoluto'), propios del llamado Antiguo Régimen, y caracterizados por la pretensión teórica (con distintos grados de realización en la práctica) de que el poder político del gobernante no estuviera sujeto a ninguna limitación institucional, fuera de la ley divina.[1] Es un poder único desde el punto de vista formal, indivisible, inalienable e intrascendente.
Los actos positivos del ejercicio de los poderes (legislación, administración y jurisdicción) se apoyaron en la última instancia de decisión, la monarquía. Del monarca emanaban todos los poderes del estado, no estando por encima sino por debajo del mismo;[2] lo que implica la identificación de la persona del rey absoluto con el propio Estado:
No debe confundirse con el totalitarismo, concepto propio de la Edad Contemporánea. En el régimen del totalitarismo el poder se concentra en el Estado como organización, siendo que a su vez dicho Estado es dominado y manejado en todos sus aspectos por un partido político; este a su vez impone a la comunidad una ideología muy definida que penetra en todas las actividades sociales (el arte, las ciencias, la economía, los hábitos de conducta). En el absolutismo no hay un «Estado» propiamente dicho (y menos aún un partido político) sino que el Estado se identifica con un individuo que ejerce autoridad sin necesidad de ideología alguna; de hecho al absolutismo no le interesa imponer su control e influencia sobre todos los aspectos de la vida social sino que le basta fijar una autoridad omnímoda a quien los gobernados solo deben obedecer y jamás cuestionar.
El oscuro origen etimológico del término «absolutismo» incluye (además de su relación con el verbo absolver)[4] la expresión latina princeps legibus solutus est (‘el príncipe no está sujeto por la ley’), original de Ulpiano, que aparece en el Digesto, y que fue utilizado por los juristas al servicio de Felipe IV de Francia «el Hermoso» para fortalecer el poder real en el contexto de la recepción del derecho romano durante la Baja Edad Media. Algo más tarde, el jurisconsulto Balde (Baldo degli Ubaldi, discípulo de Bártolo), usa la expresión poder supremo y absoluto del príncipe en contraposición al poder ordinario de los nobles.[5] La utilización del término se generalizó en todas las monarquías, independientemente de su poder efectivo, como ocurría en la débil monarquía castellana de Enrique IV «el Impotente», cuya cancillería emitía documentos redactados de forma tan pretenciosos como esta: E yo de mi propio motu é ciencia cierta é poderío real absoluto...[6]
Según Bobbio, en términos kantianos, el poder absoluto consiste en que «el soberano del Estado tiene con respecto a sus súbditos solamente derechos y ningún deber (coactivo); el soberano no puede ser sometido a juicio por la violación de una ley que él mismo haya elaborado, ya que está desligado del respeto a la ley popular (populum legis)». Esta definición sería común a todos los iusnaturalistas, como Rousseau o Hobbes.[7]
A pesar de que la autoridad del rey está sujeta a la razón, y justificada en último extremo por el bien común, explícitamente se niega la existencia de ningún límite externo ni ningún tipo de cuestión a sus decisiones; de modo similar a como la patria potestad se ejerce por el pater familias (el rey como «padre» de sus «súbditos» —paternalismo—). Tales justificaciones imponen de hecho el carácter ilimitado del ejercicio del poder por el rey: cualquier abuso puede entenderse como una necesidad impuesta por razón de Estado.
El absolutismo se caracteriza por la concentración de poderes; no hay ninguna división de poderes como la que definirá la monarquía limitada propia de las revoluciones liberales. El poder legislativo, el poder judicial y el poder ejecutivo son ejercidos por la misma autoridad: el rey como supremo magistrado en todos los ámbitos. Rex, lex (o, en francés le Roi, c'est la loi, a veces expresado como ‘la palabra del rey es la ley’); sus decisiones son sentencias inapelables, y al rey la hacienda y la vida se ha de dar.[8]
El poder tiene un carácter divino, tanto en su origen como en su ejercicio por el propio rey, que queda sacralizado. La teoría del derecho divino del poder real (monarquía de derecho divino o absolutismo teológico) nació en el último cuarto del siglo XVI, en el ambiente de las guerras de religión de Francia. Aunque en Europa la divinización del monarca nunca llegó tan lejos como en el despotismo oriental (que identificaba al rey con el mismo Dios), el rey siempre tuvo cierto poder sobre las iglesias nacionales; no solo en las surgidas de la Reforma protestante, sino en las monarquías católicas, que supeditan en gran medida a la propia Iglesia católica a través del regalismo, aunque las relaciones ente Iglesia y Estado son altamente complejas.
Temporalmente, la época del absolutismo es la del Antiguo Régimen, aunque no puedan identificarse totalmente como monarquías absolutas las de finales de la Edad Media y comienzos de la Edad Moderna, para las que la historiografía utiliza el concepto de monarquía autoritaria. El modelo más acabado de absolutismo regio fue el definido en torno a Luis XIV, rey de Francia a finales del siglo XVII y comienzos del siglo XVIII. La Ilustración del siglo XVIII convivió con un absolutismo que fue definido como despotismo ilustrado. El absolutismo sobrevivió a las revoluciones burguesas o revoluciones liberales de finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX, hasta que la revolución de 1848 acabó con la Santa Alianza que desde el Congreso de Viena (1814) había impuesto la continuidad de los reyes «legítimos» restaurándolos en sus tronos incluso contra la voluntad de sus propios pueblos («Restauración» del absolutismo). El Imperio ruso mantuvo la autocracia zarista hasta la Revolución de febrero de 1917.